Les compartimos un fragmento del cuento Palomas pura sangre de Lu Min, una de las escritoras chinas más reconocidas de la literatura contemporánea.
I
Su esposa se golpeaba contra la pared: la espalda alta, baja, media; omóplato izquierdo, omóplato derecho. La carne humana chocaba creando un ruido sordo contra el muro. Su semblante lucía solemne y concentrado. Volteaba cada tanto a revisar un cronómetro: debían ser veinte minutos exactos. Ni un segundo más ni un segundo menos.
El señor Mu puso el televisor en «mute» y con suma paciencia comenzó a cambiar de un canal a otro: locuaces comerciantes fingiendo alegría para vender algún inútil producto a los incautos, débiles aplausos en programas banales de diálogo, extractos de los años mozos de estrellas de ópera caídas en desgracia… En resumen, nada con sentido.
Sentido. El Sr. Mu se tragó la palabra bien adentro, temiendo que si la decía en voz alta alguien se burlaría de él. En los últimos tiempos se había visto dominado, casi sometido por esta poco pragmática expresión. Era infeliz, y tenía que ver con el momento de su vida: tenía un lugar estable en la sociedad, y en eso que los demás llamaban futuro, no había que hacer mayor esfuerzo para saber que llegaría sin problemas a la jubilación. Más aún, su vida familiar se había tornado punto menos que insípida desde aquel otoño en que su hijo partió de casa para estudiar en la universidad. Él le sacó una extensión de su tarjeta bancaria Pacífico, con la única condición de sumarle unos buenos ceros cada mes. Muchos llamaban a este período de la vida la «segunda primavera». De ser así, era una primavera fría, de árboles tristes y flores escondidas.
El Sr. Mu ya no disfrutaba trabajar. No soportaba ver la cara frívola de los recién ascendidos o a punto de ascender, con su desayuno para llevar y sus risas caricaturescas en las escaleras mecánicas, discutiendo en qué se pasaron la noche anterior trabajando. La cara cansada tras los relucientes lentes oscuros último modelo lastimaban los ojos del Sr. Mu, y sus desayunos ni hablar: comida rápida, callejera y llena de la alegría efímera del alimento grasoso penetraba ofensivamente sus fosas nasales. Y para colmo tenía que ignorar a su propio estómago, cuyo único bocado había sido aquel sano y equilibrado desayuno consistente en leche de soja recién hecha, huevos orgánicos producidos en granja (sustentable), arroz negro mezclado con agua, y una cucharada de «turrón de gelatina» preparado por su propia esposa (según decían este alimento era extraordinariamente efectivo para la salud; apto para todo tipo de edades y cada vez más popular en toda China).
Pero no tenía otra. Despertaba de madrugada en aquel departamento silencioso y frágil, el Sr. Mu, quien parecía nunca haber dormido bien, pero tampoco podía seguir durmiendo. En cuanto se levantaba ahí estaba su esposa, y no le quedaba otra que picar, preparar, y sentarse a comer aquel nutritivo y balanceado desayuno de mierda.
Quién sabe cuántas veces apartó el tazón con fastidio, rogando salir y comprarse una jianbing crujiente o un pastelito de arroz frito. «¡Me importan un comino el colesterol y el aceite artificial!» decía poseído, como oponiendo una resistencia heroica a su voluntad coartada.
La esposa, de pie en el balcón, esbozaba una sonrisa mientras se peinaba, como si él le estuviera contando un chiste. Todas las mañanas, ella se peinaba el cabello doscientas veces con un cuerno de res, y exhortaba al Sr. Mu a hacer lo propio. Otros ejercicios para la salud incluían: pegarse contra la pared (tal como está descrito al inicio de este cuento, para que la energía fluya por los meridianos del cuerpo); chocar las muelas de arriba con las de abajo, 300 veces (de preferencia acostado boca arriba hasta que la boca produzca suficiente saliva, ampliamente benéfico para los riñones); caminar 40 minutos después de cada comida (sin demasiado esfuerzo, jadeos leves, poco sudor; dispersa los sedimentos alimenticios y ayuda a la digestión); remojar los pies en agua caliente (el agua debe llegar hasta casi la rodilla, debe mantenerse siempre caliente; es bueno para disipar el frío y deshacerse del fuego interno); masajearse el estómago levemente (antes de acostarse y por la madrugada al levantarse, 100 veces en el sentido de las agujas del reloj y 100 más en sentido contrario; estimula el apetito y gradúa los líquidos vitales)… etcétera, etcétera. Aunque El Sr. Mu era incapaz de recordar todo, igual obedecía con toda diligencia, bajo el único temor de volverse loco. Escuchaba a su mujer con mucha atención, por más que su discurso le sonara como la repetición palabra por palabra de un libro de cuidado del cuerpo mezclado con el sonsonete de un médico charlatán; un discurso ajeno y medio absurdo, del cual algunas cosas eran realmente difíciles de creer.
En los últimos años, su esposa se había adentrado en el tema de la «salud» en cuerpo y alma, hasta caer en un fanatismo alarmante: recortaba todo contenido relacionado que viera en cualquier periódico; todos los días se sumergía en Internet para ver las sutilezas de la lozanía (básicamente sólo para esto usaba la computadora), y luego imprimía la esencia de cada consejo; cada tanto se daba una vuelta por alguna librería y regresaba con varios best-sellers de cuidado del cuerpo, los cuales leía con una seriedad aterradora, como si fuera un estudiante preparándose para el examen más importante de su vida: subrayaba en rojo, anotaba las ideas fundamentales…y así fue absorbiendo las distintas doctrinas y teorías, sobreponiendo las novedosas a las añejas, y comprobando o bien descartando los métodos según el resultado experimentado en su propio cuerpo. Últimamente, por ejemplo, andaba fascinada con el tema de la «temperatura»: de acuerdo al cambio según los 24 términos solares; según el color de la saburra (rojo, tirando a pálido, tirando a purpúreo; grueso y grasoso, negro); según la condición de las uñas (tienen o no la medialuna blanca en la raíz, qué tan grande es, si 1/5 o 1/4 del total de la uña); según las venas azules en la palma de la mano (hay o no, si hay en dónde y qué tan profundas son)… Y entonces ella, siguiendo con los criterios del set completo le pedía como si se tratara de un perro que sacara la lengua, luego le agarraba la mano y como una diestra lectora de manos lo examinaba con sumo cuidado hasta tener el diagnóstico: que tenía que alinear el hígado o regular el
flujo del qi; que había que deshacerse del exceso de humedad o eliminar el calor; y acto seguido le formulaba el alimento adecuado para atacar el síntoma. Para completar, tenía una tabla gigantesca con cada una de las cosas que ingerían; hasta la salsa de soja y el té estaban clasificadas con precisión de acuerdo a su temperatura: balanceado, ligeramente tibio, tibio, caliente, fresco, frío, gélido… todo un minucioso sistema perfectamente diseccionado en sus partes.
Llegó un punto en donde el Sr. Mu creyó haber perdido toda capacidad de razón; quiso tal como Fanjin ofrendar su carne y su sangre ¿Cómo fue que la vida repentinamente se puso patas arriba? Sin embargo, muy pronto se percató de que su esposa en realidad no era sólo una persona, sino un grupo, una ciudad, el país entero, una tendencia mundial.
Una noche, mientras el Sr. Mu era «apurado» por ella dentro del conjunto residencial, divisó a varios grupos de tres o cuatro personas dirigiéndose a zancadas y con la mirada consternada en la misma dirección, la razón: aquel día frente al mercado se había instalado un puestito de comida orgánica directamente traída de la granja. Un sinfín de manos se extendían, cual si se tratara de un montón de náufragos a punto de ahogarse clamando por un salvavidas. Quienes no peleaban por los productos se arrebataban la palabra, ávidos de dar el próximo consejo para la longevidad: caminar hacia atrás elimina toda enfermedad y malestar; la rara y milagrosa bardana, tomates que todo lo curan, las grasas trans: fuente de toda enfermedad, el veganismo…
Evidentemente era su esposa quien estaba en lo correcto, progresando, adaptándose a los tiempos. La gran pregunta era: ¿Es esto el fin o un proceso en la vida? ¿Por qué nadie le presta atención a la salud mental? Anemia, falta de calcio, envejecimiento, exceso de grasa, patología cancerígena…pero el Sr. Mu no se atrevía a preguntar por temor a la reacción de su mujer.Sin embargo, muy en el fondo de su corazón, el sabía que él y su esposa se habían separado. Sentía crecer dentro de sí un rechazo cada vez más pronunciado hacia el cuerpo : un odio sutil pero contundente.
Y la manifestación externa de este odio fue la náusea: trabajo, colegas, casa, esposa, hijo, comer, dormir, deporte, televisión, periódicos se tornaron nada más que un desagradable buffet: nada faltaba en el plato, pero nada tenía sabor. Su vida era un insípido revuelto de alimentos y él no tenía ganas de hacer nada. […]